Seguir a pesar de los miedos

La vida, a veces, se hace cuesta arriba. Como en esta semana última. Como ahora. Es como si los muebles de nuestra habitación más íntima hubieran cambiado de lugar, y no supiéramos movernos entre ellos. Quizás por eso la necesidad de salir, de tomar distancia, de contemplar desde fuera el espacio donde transcurres y convertirle en tu reflejo.

Valladolid, para ti, es la distancia. Y su mera mención me llena de recuerdos.

Pasé allí tres años de mi primera infancia: desde los tres a los seis. Vivía en el piso dieciséis de un edificio que destacaba sobre el Paseo de Zorrilla, frente a la plaza de toros.

Recuerdo que todo estaba bien: el Pisuerga a nuestras espaldas, en una de cuyas playas bajábamos a bañarnos; el colegio en el que hice mi preprimaria, bajo el cuidado de las monjas agustinas, que de vez en cuando mandaban a mi hermana al cuarto de los ratones por rebelde; el columpio aquél en el que nos balanceábamos con un ímpetu cada vez más intenso, y más y más, con el propósito fijo de dar la vuelta completa; el pavo real y narcisista en el parque que había al final del Paseo de Zorrilla, frente a la esquina en la que una vez mi madre me advirtió de que los policías podían detenerme si seguía cantando por la calle; el centro histórico, bosquejo en mi memoria, y el olor a churros, a palomitas de maíz y a algodón dulce en una feria pasajera; el nacimiento de mi hermana, que me pilló por sorpresa, ajeno como siempre a lo que sucedía en mi entorno. Seguir leyendo «Seguir a pesar de los miedos»

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Seguir a pesar de los miedos

El mundo gira enamorado

«El mundo gira enamorado»
(Victor Frankl)

Un café de Madrid. Les quedaba a mano, a unos pocos pasos de donde se ha producido el reencuentro. Llovía fuera y, desde dentro, desde esta parte del cristal, las gotas escurridas parecen lágrimas. Lágrimas por los dos, y por los trenes parados, y por los barcos que no llegan, y por los titulares que se quejan de esa fórmula hueca que una y otra vez yerra.

Una mesa, dos cafés. Veinticuatro años son suficientes para ahondar los surcos de una tierra reseca. La ausencia de agua se aprecia en la falta de brillo de los ojos. Pero ahora, por unos momentos, olvidan las sequías que vinieron después de los primeros años de actividad febril e ilusionada: los años en los que, lejos ya uno de otro, jugaron a dibujar en un papel dos mapas del mundo a la medida de cada cartógrafo.

Olvidan las sequías. Reviven los años en que ambos compartían la mirada y el asombro, el riesgo de vivir y la esperanza fresca. Las manos sobre la mesa -las de ella inquietas- se rozan casi. El beso anhela.

Fuera, se desmoronan los edificios y las calzadas se agrietan. Semáforos turbados no saben ya de qué color ponerse. El tráfico es un caos. Los viandantes huyen. Y sé, como un relámpago, que si ese beso anhelante no se sella, si esas manos ansiosas no se rozan, los números febriles les llevarán corriente abajo, y se despeñarán con fuerza.

Fuera, otros labios se besan, otros ojos se miran, otras manos se entregan. Son labios tiernos, ojos inquietos, manos ilusionadas. Ella es lirio y clavel, él musgo o hiedra. Caen los ladrillos a su alrededor, y los aviones. Pero no les alcanzan. El mundo vuelve a girar. Gira, por fin, enamorado.

El mundo gira enamorado

¿Qué queda de todo aquello?

 

Localicé a Charles Trenet de casualidad. Y, como suele ocurrir, me encontré con la sorpresa de encontrar en la red un vídeo con la canción que me hizo abandonar el teclado y perder la mirada en no sé qué horizonte perdido, lejos, muy lejos ya.

«Que-reste-t-il de nos amours» («¿Qué queda de nuestros amores?»)… La pregunta se me figura larga, porque no espera respuesta. Deja, eso sí, un poso de melancolía, un nudo apenas perceptible en la garganta, una imagen teñida de gris.

Fugacidad de la vida y de las aspiraciones humanas: ¡qué cruel sabes ser a veces!

 

Ce soir le vent qui frappe à ma porte

Me parle des amours mortes

Devant le feu qui s’ éteint

Ce soir c’est une chanson d’ automne

Dans la maison qui frissonne

Et je pense aux jours lointains

{Refrain:}

Que reste-t-il de nos amours

Que reste-t-il de ces beaux jours

Une photo, vieille photo

De ma jeunesse

Que reste-t-il des billets doux

Des mois d’ avril, des rendez-vous

Un souvenir qui me poursuit

Sans cesse

Bonheur fané, cheveux au vent

Baisers volés, rêves mouvants

Que reste-t-il de tout cela

Dites-le-moi

Un petit village, un vieux clocher

Un paysage si bien caché

Et dans un nuage le cher visage

De mon passé

Les mots les mots tendres qu’on murmure

Les caresses les plus pures

Les serments au fond des bois

Les fleurs qu’on retrouve dans un livre

Dont le parfum vous enivre

Se sont envolés pourquoi?

Esta noche, el viento que golpea a mi puerta

me habla de amores muertos.

Antes de que el fuego se extinga

esta noche, suena una canción de otoño

en la casa que se estremece,

y pienso en los días lejanos.

{Estribillo:}

Qué queda de nuestros amores

qué de aquellos días bellos,

una foto, una vieja foto

de mi juventud.

Qué queda de las cartas de amor

del mes de abril, de las citas,

un recuerdo que me persigue

constantemente.

De la felicidad marchita, de los cabellos al viento,

los besos robados y los sueños fugitivos,

qué queda de todo eso,

dímelo.

Un pequeño pueblo, un campanario viejo,

un paisaje tan escondido

y, en una nube, el rostro querido

de mi pasado.

Las palabras, esas palabras tiernas que susurramos,

las caricias más puras,

los juramentos en el fondo del bosque,

las flores que se encuentran dentro de un libro

y cuyo perfume te embriaga

¿por qué han volado?

¿Qué queda de todo aquello?