La larga espera

−Ariadna, tengo prisa. ¿No puedes hilar más rápido?

−¿Y esa prisa, Teseo? ¿De dónde vienes? ¿Estuviste otra vez en el Laberinto?

Me tengo que callar. Sé que a Ariadna no le gustan mis incursiones en esa mole de cemento y de cristal. Que teme que me pierda en sus pasillos infinitos, sin principio ni final. Pero yo apenas penetro en su interior. Me quedo casi en la entrada, para no perder de vista la salida. Sé que si dirijo mis pasos hacia su centro, nunca saldré.

Esta noche he dormido con la espalda apoyada contra una pilastra de las que adornan el nacimiento del pasillo que se abre a unas doscientas yardas del pórtico de entrada. En sueños, he oído sus lamentos. Los primeros -pude distinguirlo- venían del centro, e iban recogiendo en su camino gemidos sin nombre, llantos sin melodía, penas sin fondo y negras. Llegaban hasta mi oído.

−Ariadna.

Y Ariadna no contesta. Continúa con su tarea. En su pecho se acurruca uno de esos ancianos que he visto dormir a la intemperie en esta noche húmeda y fría, allá en el Laberinto; en sus pupilas alientan niños que han dejado de llorar el vacío cruel de sus entrañas. Hila que te hila, hila que te hila.

Algún día -lo sé, lo intuyo cerca- me entregará el fruto de tanta espera. Y entonces, me internaré en los pasillos, y llegaré a su centro. Ariadna vendrá detrás de mí, cuna y alondra, bálsamo y beso.

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La larga espera