A Mariale, mi ahijada
Ahijada querida, che cuñataí pora, permitime que te llame así para ganarte el corazón y que le des bola a este padrino tuyo que se siente hecho un cascajo; muchachita linda, como te ven papá y mamá, como te veo yo, como te ve quizás ese tu chicoí que guardás en secreto o que acaso soñás: escribime una carta.
No un email, no, ni un chat, que la quiero en papel; si querés, reciclado, pero en papel, para que puedas derramar perfumes que aromen esa letra tuya tan florida, como la de los cuadernos de caligrafía de los niños de segundo grado, allá en el Tobatí de principios del pasado siglo, o en Benjamín Aceval, o en cualquier escuelita de aquellos años. ¿Te acordás? El abuelito la tenía: parecía que su mano, al trazarla, describiera los círculos de un vals rematado en florituras, de una polka o de una galopera.
No lo olvides: cuando escribas, derramá sobre el folio perfumes de resedá y aromas de azucena o flor de coco; salpicala con pétalos del jacarandá, del tayí o del naranjo; guardala rápido en el sobre, no sea que se escapen. Sé que pronto, cuando abra el buzón y encuentre tu carta en él, subiré las escaleras corriendo, ansioso por quedarme a solas.
¿Ves? Imagino que ya lo estoy. Rasgo el sobre con cuidado, con esa especie de daga que duerme en un cajón de mi escritorio. Súbito, escapan los aromas; inundan mi pieza y revolotean por ella, juguetones; y cuando chocan contra la pared, estallan en una miríada de colores: el malva del lapacho, el violeta del jacarandá, el rojo intenso del chivato y el blanco del azahar o del guavyrá.
-¡Paíno!, ¿y mi letra florida?
-Esperá, ahijadita. ¿No ves que tengo los ojos extasiados de colores y ahíto de perfumes el olfato? Que ya te lo decía yo: que Paraguay es jardín, antes que selva.
-Paíno…
-Y ahora, ya ves, por culpa tuya siento el techaga’u, esta nostalgia que a veces me invade en este Madrid de asfalto. A ver, a ver si me distrae lo que me dices en tu carta. ¡Pero si apenas has escrito nada!
-Paíno, ¿qué más querés?: “¡Volvé, que te extrañamos!”