Espero, antes de abandonar este mundo, contemplar el fin de las ideologías. Sería un desenlace feliz para quien, como tantos de su generación, carga sobre sus espaldas más años de los que ha vivido y ha sido objeto de clasificaciones racionalistas e injustas en sucesivos períodos de su existencia.
Yo nací en 1965 y, sin embargo, mi memoria abarca las dos guerras mundiales, la guerra civil española, las carlistas del XIX, la Revolución Francesa y el siglo ilustrado que la gestó. De continuo he tenido que volver la vista atrás, hacia uno u otro acontecimiento, para dar cuenta de mi particular visión del mundo, de la configuración de la realidad que me rodea, de la sangre y el dolor tan hondo como el que se derrama en tantos rincones olvidados de la Tierra, de la mentira o la verdad a medias empleada como anestesia de nuestra conciencia desde un poder anónimo.
La versión más esquemática de las ideologías es el encasillamiento en derechas o izquierdas, conservadores o progresistas. En esta división excluyente, tener nombre propio, huellas digitales u originalidad propia es un derecho proscrito. Porque las ideologías únicamente se mantienen en los campos de batalla o de las carnicerías, y en ellos no caben ni el diálogo ni la colaboración de soldados de ejércitos contrarios.
Por eso, deseo contemplar el fin de las ideologías. Quiero que su lugar lo ocupen las ideas, el diálogo, la creatividad, la cercanía. Que quede libre el ancho campo de la realidad fecunda, en el que las cosas son como son y brillan esplendorosas. En el que da igual lo que pienses, porque comemos el mismo pan, nos resguardamos de la misma lluvia y navegamos por los océanos en barcos que saben cómo mantenerse a flote. En el que sabemos que una bala puede matar. En el que es el vientre de la amada el seno en el que se concibe el hijo, porque la realidad es mucho más sorprendente de lo que creemos, y no necesita de ninguna manipulación para dar fruto.