Superación del laberinto

Hace ya más de veinte años, por dos veces me encontré arrojado al interior de un laberinto. Las paredes del primero eran enormes setos verdes que sobrepasaban en altura la de una persona corriente, allá en La Cumbre, en la serranía cordobesa de Argentina; las del otro, espejos reduplicadores en Carlos Paz, en la misma provincia. En aquél experimenté el goce del juego; en éste, el tormento de un infinito opresor y paralizante.

Pasaron los años. Hasta que un día de 2004, durante mi último curso como profesor de literatura y filosofía en un colegio de Asunción, me vi sin saberlo frente a la pizarra silenciosa, yo también en silencio. El motivo, «La casa de Asterion», cuento en el que Borges se compadece de sí mismo en su condición de Minotauro. Y ocurrió algo imprevisto: comencé a discurrir en voz alta, frente a unos alumnos que quizás estuvieran pendientes de mis palabras.

Aquella mañana, tendí una mano a Borges para ayudarle a salir de su encierro. Porque lo que en aquel momento intenté fue desentrañar las claves del laberinto, espacio en sí mismo contradictorio, siempre abierto pero a la vez vivido como prisión. El infinito aturde a quien recorre sus largas galerías, extrañado de saberse en un universo sin fin, por más que limitado. Quien lo ideó fue capaz de convertir lo distinto en igual, y de convertir así la existencia en asfixiante y problemática.

Pero yo, insisto, descubrí la forma de salir, y le tendí la mano a Borges. Porque me di cuenta de que solo dos cosas son necesarias para evadirse y acceder a un universo distinto y abierto: la mano, Borges, la que te tiendo. Porque una mano y otra, y otra y otra y otra son como el hilo de Ariadna que recorriera el camino inverso desde el centro a la salida.

¿Cuál es la segunda forma de evadirse? Prueba con la primera, que ya te contaré en qué consiste la segunda.

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