Lo he leído en las crónicas: que se irguió una vez un laberinto en las tierras en las que antaño había florecido el pensamiento; que en sus muros se hallaba escrito el código de su estructura autónoma; que no había señales que prohibieran la salida, porque más allá de su perímetro el mundo estaba entregado a la superstición y hundido en el caos.
De ahí que dijeran los que habitaban aquella inmensa mole:
-Existen solo los muros blancos que me conducen al centro, tan solo las esquinas como aristas y el pozo de donde nacen todos los pasillos.
Y he leído también que en ese centro habitaba un ser cuya existencia negaban, mitad hombre y mitad toro, sediento de sangre. Y que su sed se calmaba cada cierto tiempo con víctimas capturadas en lejanas tierras o que huían de ellas; pero también de los que, dentro de los muros, eran considerados débiles.
Y sin embargo, cuenta la historia que Teseo vino desde afuera, desde el espacio abierto, desde el cielo y el mar y las costas plácidas. Y que dio muerte al monstruo.
Todo ocurrió, según cuentan, en la primera mitad del siglo XXI. Aún caminaban sobre la tierra mujeres como el marfil o el alabrasto, hermosas como Ariadna.