Fuga y nostalgia

camalote

–Una vez me fugué, y mi ausencia se prolongó por más de veinte años.

–¡Veinte años! –exclamas, sorprendido–. Es mucho tiempo.

Es mucho tiempo, lo sé. Y ahora te gustaría preguntar por qué te digo fuga. Pero te callas. ¡Estás tan cómodo en estos pasillos tan predecibles, tan siempre iguales, tan monótonos!

–Cuando la brisa del atardecer acarició mi faz con esa voz nacida en el poniente, me recreé en su gusto a mar, en su estupor de selva. No lo pensé dos veces. Encontrar la salida del Laberinto suponía recorrer en sentido inverso el viaje de las palabras en pos de su origen. Salté los muros y llegué a los puertos. Y me embarqué.

Atónito, me miras, incapaz de comprender el abandono repentino del ángulo y la recta, del reloj que marca hasta las milésimas en busca de la exactitud.

–Era solo curiosidad, tan solo impulso –te reconozco.

–Sí, pero sumaste año con año, hasta llegar a veinte.

Y yo, ahora, podría confesarte que veinte años no es nada, que Gardel lo tangueó sin apenas intuir que me predestinaba, que las nieves del tiempo platearían mi sien, y que solo a mi vuelta lo percibiría. Volver…

¿Por qué volver? Acaso el Laberinto me ha atraído nuevamente hacia su centro. Acaso hacia un recuerdo de farolillo pálido y beso incierto apenas incoado. Memoria zalamera.

–¿Nada trajiste, verdad? Aquí tienes de todo.

–De todo, sí, de todo –contesto halagador. No quiero discutir.

Y, sin embargo, ignoras los caminos de tierra roja, y los cerros de líneas caprichosas, allá en la cordillera del Amambay; no sabes de los ríos que caudales y anchurosos acarician riberas y acunan camalotales; ni te hechizó el reflejo de la luna brillante sobre el estero a través del penacho del altivo caranday.

Pero sabes de estos muros, y de estas aristas tan perfectas, y de estos ángulos, y de estos estantes paralelos siempre llenos.

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Fuga y nostalgia