Lamia de mar

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A Ana Amilibia, ojos de mar y labios de coral

-Ya te lo dije, Lamia, que no te fueras con extraños, que vienen y te engatusan y cuando quieres darte cuenta, ya te han robado el corazón y lo han dejado ahí tirado, para que las olas, al romper en besos sobre la arena, se lo lleven inerte a donde la mar es abisal y única.

Si ya me lo temía yo, que le caté nada más verlo: tan airoso y compuesto él, tan mirada de amor de atardecida, tan párpados de ocaso y de entresombra, tan labios que de entreabiertos nublan los sentidos. A mí no me engañó, que le tomé la medida nada más verlo: que ese venía a libar de la anhelante flor de tu entrepierna y el jugo lechoso de tus pezones.

-¡Pero qué bestia eres, mamá! Ni que a todas nos fuera a pasar lo mismo que a ti. Él volverá: me lo prometió. Me lo dijeron sus palabras. Me lo dice mi cuerpo ahora.

Mírame bien. En mis ojos hay mar, y en mis cabellos algas. Los atuso una y otra vez con mi peine de oro mientras le espero.

¿No ves el brillo húmedo que baja como la lluvia por mi cuello? ¿No ves cómo se esconde entre mis senos, cómo acelera el paso en busca de mi sexo?

Altiva soy, madre: mis cejas como arcos tensos; mis ojos, saetas verdes; mi mentón, proa fugaz y decidida.

¡Amado mío, ven! Y cuando vuelvas, colecta con tu lengua las perlas escondidas tras mis labios, y colorea con tu beso mi beso húmedo cual coral.

¡Vuelve, no vayan a ser ciertos los augurios de mi madre! ¿No ves mi cuerpo que yace desnudo sobre la arena y quiere aplacar su sed? ¿Qué te adentraste en la mar? ¿Y qué? Mi cuello alabastrino es faro erguido; mis ojos, destellos como cuchillos en la noche para guiar tu vuelta.

Porque estés donde estés, mi amor, mi ser te envuelve. Ya ves que playa soy, coral, alga que enreda, luminaria riente, la mar entera y plena.

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Lamia de mar

Sin ataduras ya

Asfalto cuarteado. De: http://2.bp.blogspot.com/_FQK-YKohTLw/S8I0XOAJ-WI/AAAAAAAAI40/4FzJkE78O0g/s1600/7.jpg
Asfalto cuarteado.

Un café de Madrid. Nos quedaba a mano, a pocos pasos de donde se ha producido nuestro encuentro. La lluvia nos ha hecho entrar con cierto apuro. Y ahora, desde dentro, desde este lado del cristal, las gotas que se escurren parecen lágrimas: lágrimas por los dos, y por los trenes parados y los barcos que no llegan, y por esas cartas como recién horneadas condenadas al olvido durante tantos años en un buzón.

Una mesa, dos cafés. Entre tú y yo el mármol blanco; entre los dos la certeza de que bastan los años para cubrir de surcos cualquier tierra. Pero ahora que estás aquí, olvida las sequías, cuélgate de mis labios y mis palabras mientras que yo, como entonces, persigo esa luz esquiva que habita tu mirada.

–Ya ves, todo se cae, todo se desmorona: el ladrillo, el cristal, el hormigón (¿Con qué color brillan tus ojos?). Se resquebraja el asfalto y se abren las veredas, y los aviones se precipitan en caída libre (¿Verdes? ¿Marrones?). Espera un poco más: verás caer del cielo los satélites, y detrás los meteoritos y planetas, y alguna que otra estrella. Solo la Luna persistirá en su sitio, porque la Luna mira, porque la Luna acuna, porque la Luna acoge.

Y mientras nuestras manos casi se rozan ya sobre la mesa. El beso anhela. Y quizá porque afuera el tráfico es un caos bajo la lluvia, y porque acaba de caer otro edificio, y porque qué sé yo, pero es igual, porque nos hemos encontrado después de tantos años, y ha sido casual que fuera ahora, quizás por todo esto intuyo que si este beso que incoamos no se sella, y si estas manos ansiosas no se estrechan, los números febriles, las aristas y los ángulos nos llevarán corriente abajo, y nos despeñarán con fuerza.

–Mira, mi amor –y te he llamado amor sin darme cuenta–: en la vereda se besan otros labios, otros ojos se miran, otras manos se entregan. Son labios tiernos, ojos inquietos, manos de asombro que se incoa. Ella, lirio y clavel; él musgo o hiedra. Caen los ladrillos a su alrededor, pero no los alcanzan.

Te has vuelto para mirar a través del enorme ventanal. Parece como si asistir a este final te hiciera recorrer tu vida en sentido inverso.

–¿Te acuerdas de Mar, y de Lola, y de Inés? ¿Recuerdas a Eva?

Y añades:

–Las perdimos. Se fueron con el sol que apenas apuntaba. Eran años intensos, años de alba. Pero después, cada uno por su lado, cada uno por su senda, como si la bifurcación hubiera sido ley en este Laberinto que hoy se acaba.

Se fueron, sí: se fueron Mar y Lola, e Inés y Eva. Se fue también José Antonio, con su estilo a lo barroco, y Félix, que se alquiló aquel ático en la plaza Santa Ana. Y Manolo tomó la senda que escogiera Montse. Adiós las noches de la calle Huertas y de baretos en cualquier callejón de la ciudad.

–Tú y yo también nos fuimos, ¿lo recuerdas?, cada uno por su lado. Y, sin embargo, a la vuelta de tantos años hoy estás aquí, en el último de los días, frente a mí. Y retengo por fin en mi memoria que tus ojos son ámbar a la sombra, que fulguras aquí y allá pelirrojos destellos, y que el arco de tus cejas corrobora tu perfección de rostro alabastrado.

Porque ahora lo sé: amo tu gesto. No la tersura de tu piel, ni el ocio de tu carne. No. Esas se están desmoronando. Se caen como se cae por fin el Laberinto. Y en este atardecer vuelves a mí como se recupera todo: rotunda y eternal, sin ataduras ya, beso cumplido al fin y cópula de manos.

Sin ataduras ya