(…) Selene, esto es lo que recuerdo ahora: de día me tumbaba al sol para sentir el goce de sus rayos cálidos, mientras guardaba el rebaño; y de noche, tras recorrer caminos plateados, me demoraba en tu rostro. ¿Recuerdas? Eras pastora argéntea, Luna, allá en la altura. En el zafiro terso de la noche apacentabas estrellas titilantes. Cuántas veces, mi amor, ese cuerpo desnudo que contemplo en las láminas se quedaba dormido. Era mi cuerpo, sin vestimenta alguna: para la brisa, amante; para tu luz, reflejo. ¡Qué inocencia tan joven la de entonces!
Y sin embargo, ahora, me envejecen los días y las noches sin sueño. Selene: he recordado.
He recordado tu piel de ayer tan tersa, la de los días antiguos, cuando bajaste a apacentar estrellas a mi lado, ausente de tus prados.
–Duerme –dijiste, y me quedé dormido.
Porque eso es lo que Zeus sentenció, que mientras durmiera, gozaría del sueño de la inmortalidad, y sería joven. Aquella noche, te sentí junto a mí, ensoñación de cuerpos que fulguran en el bosque, trémulos labios que se buscan, vértigo eterno.
Con el amanecer, mis ojos entreabiertos apenas advirtieron tu huída hacia el poniente. Pero el halo de tu divinidad brillaba aún sobre mi piel. Si en ese momento me hubiera levantado a contemplar mi rostro en el arroyo lo hubiera visto terso y sin arruga, y luminoso. Pero debía saciar el hambre y pastorear mis ovejas.
Una noche tras otra, Selene, yaciste junto a mí. Te adivinaba en mi sueño, y en la ardiente hoguera que desde las entrañas y en nuestro abrazo se alimentaba. Una y otra vez, sumido en el sopor, inconsciente en cada anochecida.
Hasta que a la vigésima noche, bajaste y repetiste la orden: “Duerme”, y simulé dormir, pero mis párpados cerrados quedaron avizores.
Sentí caer la túnica desde tus hombros, y rozar el suelo. Tus brazos ciñeron mi cintura. En la proximidad de los cuerpos, prendió la llama: labios de sábana entre carnosos labios, pecho de losa contra pecho mórbido, vientre de espuma, colibrí de fuego hacia el clavel abierto. ¡Mis párpados se abrieron!
Te contemplé desnuda, el cuerpo tenso, arrobada hacia adentro. Era como si me tuvieras a tu amparo, en tu oquedad más honda. Te vaciaste en caricias y en susurros, en pálidos besos. Y entonces, recordé las palabras de Zeus: “Mientras duerma, gozará del sueño de la inmortalidad, y será joven”. Cerré los ojos; me entregué al letargo.
Varias noches te engañé haciendo como que dormía. Pero una mañana, a solas ya junto al arroyo, y ajeno al rebaño que abrevaba en él, me contemplé en sus aguas.
¿Qué advertí entonces en el reflejo ondulante de mi rostro? La sentencia de Zeus. Quizás fuera debido al agua escurridiza que en mi faz maltrazaba surcos y sombras; o quizás a la herida indeleble que en mi carne dejara la belleza que había contemplado. Y es que te imaginé fulguración eterna en cuerpo fugaz como el mío; y descubrí mi anhelo de perdurable unión, ajena al tiempo. ¿Cómo sufrirlo?
Por eso, desde entonces, lloro sobre mi frente arrugada en el cambiante espejo de las aguas, sobre mis párpados cargados y mi espalda vencida.