Lamentos quevedianos de un enfermo


Soy mal enfermo, he de reconocerlo. Y una vez al año, por lo menos, hago como los animales cuando me asalta la obligada gripe: me quedo quieto, yacente y arropado (elemento no animal, sino humano), y espero que pase la congestión mientras me lamento de la vanidad de la vida.

Quizás sea esta la razón de que los versos de Quevedo hayan rondado estos días el lecho de mi particular agonía, acogiendo bajo la misma manta la decadencia de España y mi sufrimiento personal:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.
 
Salíme al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.
 
Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.
 
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
 

Habrá quien se queje de la amargura de estos versos. Para mí, sin embargo, revelan las penas que los pobres humanos sufrimos desde que aquella manzana (que no era tal manzana) del Paraíso conquistó a nuestros primeros padres. No es preocupéis: en breve la gripe me abandonará, aburrida de los lamentos de quien la hospeda, y quizás brille el sol. Y entonces buscaré otro poeta que exprese lo que siento: Lope, Bécquer quizás, Salinas o el Neruda joven (el que aún era poeta).

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