Ella no lo sabe, pero yo sí. Quizás sea porque con sus canciones me habla, mientras que mis escritos le son desconocidos. Da igual: lo importante, lo que me hace sentirme acompañado, es que Luz Casal y yo compartimos vivencias.
Porque sobre mí, como sobre Luz, a veces cae una pena tan honda, que llego a desear que el mundo y yo dejemos de existir; me recojo sobre mí mismo, a solas, y busco entre mis recuerdos, como queriendo encontrar el porqué de ese dolor.
Y entonces, la memoria me muestra niño en el jardín de la infancia; quizás, como recuerda Luz, frente a un mar puro y claro bajo una noche brillante, embriagado del olor del azahar. Sí, Luz, aquellos momentos eran especiales, únicos: ¿por qué nadie nos avisó de su fugacidad? ¿por qué nadie nos advirtió que no volverían nunca?
Los años han pasado y han dejado sobre nuestra piel y en nuestra carne máculas e impurezas. ¡Qué nostalgia tan aguda de aquella blanca inocencia, fugitiva como el aroma penetrante del azahar!
Y ahora, sombra entre sombras de mi estancia, miro hacia atrás.
Y me pregunto, Luz, si aún es posible reconocerme en aquel niño de ojos abiertos y extasiados que se dejaba empapar por la luz de las estrellas, que recreaba los relatos que el mar derramaba sobre la arena, que se dejaba acariciar por la brisa olor a sal.
¿Cómo volver a saberse limpio, Luz? Si es un deseo tan hondo, ¿será posible? Mi anhelo ahora, cuando languidecen los últimos acordes de tu canción, es que así sea.